miércoles, 3 de agosto de 2016

MUJER, QUÉ GRANDE ES TU FE



Jesús partió de allí y se retiró al país de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio». Pero Él no le respondió nada.

Sus discípulos se acercaron y le pidieron: «Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos».

Jesús respondió: «Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel».

Pero la mujer fue a postrarse ante El y le dijo: «¡Señor, socórreme!»

Jesús le dijo: «No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros».

Ella respondió: «¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!»

Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!» y en ese momento su hija quedó sana.


Palabra del Señor


¿Qué me quieres decir, Señor?


¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?


“Ten compasión de mí, Señor” Es una oración sencilla, pero muy rica. Con pocas palabras reconocemos nuestra pobreza, expresamos confianza en Dios y nos preparamos para poder recibir el don de Dios. ¡Que bien nos haría repetir muchas veces esta oración!

Jesús pone a prueba la fe de aquella mujer. Primero se calla y después contesta con dureza: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Pero la fe de la mujer se crece ante la aparente frialdad del Maestro. AL final, Jesús la premia con un piropo: “Mujer, que grande es tu fe” y con la curación de su hija.

La fe crece en el silencio de Dios y madura cuando parece que Él sólo se acuerda de nosotros para maldecirnos. Por eso el silencio y la cruz también pueden ser don de Dios, bendición de Dios. Cuando pasan estos “malos-buenos” momentos nos damos cuenta de Dios también muestra su amor en el silencio y el dolor.

¿Cuál es tu experiencia? ¿Qué dices a Dios?

Era mujer, extranjera, y madre sufriente viendo cómo estaba lo que más quería, la hija nacida de sus entrañas.

El evangelista nos narra, sin eufemismos ni edulcorantes, su encuentro contigo cuando saliste de las fronteras patrias.

Su lectura siempre me intriga y sorprende, y me deja con la sensación de no entender nada.

Más no quiero que me lo expliquen, ni que me lo maticen, ni que me lo contextualicen poniéndote aureola de luces, Señor.

La escena perdería su encanto, y no rompería nuestros esquemas respecto a lo divino y a lo humano.

Así, tal como nos la han transmitido, suena a escándalo, pero quizá sólo así sea manantial de gracia y un gran regalo.

Porque, ¿qué es, sino gracia, lo que esa madre cananea nos enseña con su actitud y fe?

¿Qué es, sino gracia, ver cómo podemos influirte?

¿Qué es, sino gracia, descubrir la fuerza de nuestra oración?

¿Qué es, sino gracia constatar cómo tú cambias ante nuestra testaruda insistencia?

¿Qué es, sino gracia, percibir que nunca están las puertas de tu corazón cerradas?

¿Qué es, sino gracia, terminar siendo tratados como hijos aunque seamos extranjeros?

¿Qué es, sino gracia, saber que hasta los "perrillos" tienen alimento y derecho en casa?

¡Que no me cambien ni expliquen este evangelio!

Quiero sentir el escándalo de tu propio proceso divino y humano.

Amén

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