sábado, 9 de agosto de 2014

JESUS SANA A UN EPILEPTICO



Un hombre se acercó a Jesús y, cayendo de rodillas, le dijo: «Señor, ten piedad de mi hijo, que es epiléptico y está muy mal: frecuentemente cae en el fuego y también en el agua. Yo lo llevé a tus discípulos, pero no lo pudieron sanar». 

Jesús respondió: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganmelo aquí». Jesús increpó al demonio, y éste salió del niño, que desde aquel momento, quedó sano.

Los discípulos se acercaron entonces a Jesús y le preguntaron en privado: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?»

«Porque ustedes tienen poca fe, les dijo. Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: "Trasládate de aquí a allá", y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes».


Palabra del Señor.


¿Qué me quieres decir, Señor?

¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?


Fe, fe transformante, fe que nos identifica con Cristo, fe que nos lleva a hacer nuestra la misma Misión de Cristo. Mientras no tengamos esa fe será imposible darle un nuevo rumbo a nuestra historia desde nuestras simples elucubraciones personales, o desde los puros criterios humanos, o desde nuestra ciencia y técnica humanas.

Tal vez luchemos y concibamos planes demasiado bien estructurados, pero al final, si no es el Señor el que realice su Obra de salvación, sólo daremos a luz el viento y no hijos, pues no somos nosotros sino Cristo el que murió por nosotros.

Tener fe no es sólo creer que sucederán las cosas que decimos; creer es dejarnos transformar en Cristo para que nuestras palabras sean capaces de mover cualquier obstáculo, cualquier montaña que nos impida alcanzar la Vida eterna.

Si nuestra fe nos ha unido al Señor entonces nada nos será imposible, pues Dios mismo vivirá en nosotros y por medio nuestro hará que su amor salvador llegue a la humanidad entera.

En la Eucaristía celebramos nuestra fe en Cristo. En ella volvemos a aceptar el compromiso de darle un nuevo rumbo a nuestra historia. En ella recibimos la misma vida de Dios y su Espíritu para que vayamos y trabajemos por el Reino de Dios, iniciándolo ya desde ahora entre nosotros.

Nosotros no somos cualquier cosa en las manos de Dios. Ante Él tenemos el valor de la Sangre derramada por su propio Hijo. Hasta allá ha llegado el amor que nos tiene. Y hoy venimos como hijos suyos, reconociéndonos pecadores en su presencia, pero con el corazón contrito y humillado; venimos para ser perdonados y para recibir nuevamente su Gracia para no sólo llamarnos hijos suyos, sino para serlo en verdad.

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