Cuando Jesús salía de Jericó,
acompañado de sus discípulos de una gran multitud, el hijo de Timeo-Bartimeo,
un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba
Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de
mí!» Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte:
«¡Hijo de David, ten piedad de mí!»
Jesús se detuvo y dijo:
«Llámenlo».
Entonces llamaron al ciego y
le dijeron: «¡Ánimo, levántate! Él te llama».
Y el ciego, arrojando su
manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Él. Jesús le preguntó: «¿Qué
quieres que haga por ti?»
Él le respondió: «Maestro, que
yo pueda ver».
Jesús le dijo: «Vete, tu fe te
ha salvado». En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.
Palabra del
Señor
¿Qué me quieres decir,
Señor?
¿Cómo puedo hacer
realidad este evangelio en mi vida?
Jesús cura al ciego
Bartimeo. Es un relato muy sencillo, pero lleno de detalles, y un símbolo claro
de la ceguera humana espiritual, que también puede ser curada. Esta vez Marcos
dice el nombre del ciego: se ve que tenía testimonios de primera mano, o que el
buen hombre, que «recobró la vista y le seguía por el camino», se convirtió
luego tal vez en un discípulo conocido.
La gente primero
reacciona perdiendo la paciencia con el pobre que grita. Jesús sí le atiende y
manda que se lo traigan. El ciego, soltando el manto, de un salto se acerca a
Jesús, que después de un breve diálogo en que constata su fe, le devuelve la
vista.
La ceguera de este
hombre es en el evangelio de Marcos el símbolo de otra ceguera espiritual e
intelectual más grave. Sobre todo porque sitúa el episodio en medio de escenas
en que aparece subrayada la incredulidad de los judíos y la torpeza de
entendederas de los apóstoles.
Como cuando vamos
al oculista a hacernos un chequeo de nuestra vista, hoy podemos reflexionar
sobre cómo va nuestra vista espiritual. ¿No se podría decir de nosotros que
estamos ciegos, porque no acabamos de ver lo que Dios quiere que veamos, o que
nos conformemos con caminar por la vida entre penumbras, cuando tenemos cerca
al médico, Jesús, la Luz del mundo? Hagamos nuestra la oración de Bartimeo:
«Maestro, que pueda ver». Soltemos el manto y demos un salto hacia él: será
buen símbolo de la ruptura con el pasado y de la acogida de la luz nueva que es
él.
También podemos
dejarnos interpelar por la escena del evangelio en el sentido de cómo tratamos
a los ciegos que están a la vera del camino, buscando, gritando su deseo de
ver. Jóvenes y mayores, muchas personas que no ven, que no encuentran sentido a
la vida, pueden dirigirse a nosotros, los cristianos, por si les podemos dar una
respuesta a sus preguntas. ¿Perdemos la paciencia como los discípulos, porque
siempre resulta incómodo el que pide o formula preguntas? ¿O nos acercamos al
ciego y le conducimos a Jesús, diciéndole amablemente: «ánimo, levántate, que
te llama»?
Cristo es la Luz
del mundo. Pero también nos encargó a nosotros que seamos luz y que la lámpara
está para alumbrar a otros, para que no tropiecen y vean el camino. ¿A cuántos
hemos ayudado a ver, a cuántos hemos podido decir en nuestra vida: «ánimo,
levántate, que te llama»?
Amén
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