Le presentaron a Jesús un mudo
que estaba endemoniado. El demonio fue expulsado y el mudo comenzó a hablar. La
multitud, admirada, comentaba: «Jamás se vio nada igual en Israel».
Pero los fariseos decían: «Él
expulsa a los demonios por obra del Príncipe de los demonios».
Jesús recorría todas las
ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena
Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la
multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que
no tienen pastor.
Entonces dijo a sus
discípulos: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen
al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha».
Palabra del
Señor
¿Qué me quieres
decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer
realidad este evangelio en mi vida?
Jesús tiene un corazón compasivo. Siente en lo más
profundo de su ser los dolores y los sufrimientos de las personas. Por eso se
dedica a anunciar el Evangelio del Reino y a curar toda clase de dolencias.
“Señor, gracias por compadecerte de nosotros”
“Danos un corazón compasivo y misericordioso”
“Gracias por las personas que se compadecen del
prójimo”
El Evangelio es la mejor medicina que podemos
ofrecer: si se toma regularmente templa el espíritu, cura la ira, el egoísmo,
la envidia, la lujuria, el afán de poseer y de mandar... y un sinfín de
enfermedades similares. Produce una gran sensación de bienestar, aún en medio
de las dificultades. No tiene contraindicaciones y si se toma en dosis muy
altas produce vida eterna. Además es gratis. ¿Quién da más?
“Gracias Señor por tu Evangelio y por sus
anunciadores”
“Que sepamos acoger tu Evangelio con un corazón
abierto”
“Danos sabiduría y generosidad para anunciar tu
Evangelio”
Ante Jesús, mucha gente se queda admirada y los
fariseos lo acusan de ser el jefe de los demonios. ¡Qué contraste!
“Señor, cambia el corazón de los que no quieren
creer”
“Danos un corazón que sepa reconocer y agradecer tu
compasión”
"Señor Jesús, hermano de los pobres, frente al
turbio resplandor de los poderosos te hiciste impotencia.
Desde las alturas estelares de la divinidad bajaste
al hombre hasta tocar el fondo.
Siendo riqueza, te hiciste pobreza.
Siendo el eje del mundo te hiciste periferia,
marginación, cautividad.
Dejaste a un lado a los ricos y satisfechos y
tomaste la antorcha de los oprimidos y olvidados, y apostaste por ellos.
Llevando en alto la bandera de la misericordia caminaste
por las cumbres y quebradas detrás de las ovejas heridas.
Dijiste que los ricos ya tenían su dios y que sólo
los pobres ofrecen espacios libres al asombro; para ellos será el sol y el
Reino, el trigal y la cosecha.
¡Bienaventurados!
Es hora de alzar las tiendas y ponernos en camino para
detener la desdicha y el sollozo, el llanto y las lágrimas, para romper el
metal de las cadenas y sostener la dignidad combatiente, que viene llegando,
implacable, el amanecer de la liberación en que las espadas serán enterradas en
la tierra germinadora.
Son muchos los pobres, Jesús; son legión.
Su clamor es sordo, creciente, impetuoso y, en
ocasiones, amenazante como una tempestad que se acerca.
Danos, Señor Jesús, tu corazón sensible y
arriesgado; líbranos de la indiferencia y la pasividad; haznos capaces de
comprometernos y de apostar, también nosotros, por los pobres y excluidos.
Es hora de recoger los estandartes de la justicia y
de la paz y meternos hasta el fondo de las muchedumbres entre tensiones y
conflictos, y desafiar al materialismo con soluciones alternativas.
Danos, oh Rey de los pobres la sabiduría para tejer
una única guirnalda con esas dos rojas flores: contemplación y combate y danos
la corona de la Bienaventuranza.
Amén
No hay comentarios:
Publicar un comentario