Tomás, uno de los Doce, de
sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros
discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!»
Él les respondió: «Si no veo
la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los
clavos y la mano en su costado, no lo creeré».
Ocho días más tarde, estaban
de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces
apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les
dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Luego dijo a Tomás: «Trae aquí
tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En
adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe».
Tomás respondió: «¡Señor mío y
Dios mío!»
Jesús le dijo:
«Ahora crees, porque me has
visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»
Palabra del
Señor
¿Qué me quieres
decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer
realidad este evangelio en mi vida?
Las dificultades de Santo Tomás para creer por un
lado nos sorprenden y por otro nos animan. Nos sorprenden: parece increíble que
estuviera tan cerrado después de haber visto a Jesús, después de escuchar de
sus labios que lo matarían y que a los tres días resucitaría. Pero sobre todo
nos animan: ¿Quién no ha dudado alguna vez?
“Señor, gracias por aceptar con paciencia nuestras
dudas”
“Perdona y cura nuestra falta de fe”
Sin embargo, lo más importante de Santo Tomás no
son sus dificultades para creer, sino su confesión de fe: ¡Señor mío y Dios
mío! También nosotros estamos llamados a experimentar la presencia de Jesús
resucitado y a confesar nuestra fe en Él.
“Señor, ayúdame a sentir tu presencia en mi vida”
“Señor Jesús, Tú eres el Señor de mi vida”
“Señor mío y Dios mío, ten piedad de nosotros”
Jesús te dice: “Dichoso tú, que crees sin haberme
visto” ¿Qué le dices tú?
Como Tomás… también dudo y pido pruebas.
También creo en lo que veo. Quiero gestos. Tengo
miedo. Solicito garantías.
Pongo mucha cabeza y poco corazón.
Pregunto, aunque el corazón me dice: “Él vive”
No me lanzo al camino sin saber a dónde va.
Quítame el miedo y el cálculo. Quítame la zozobra y
la lógica. Quítame el gesto y la exigencia.
Dame tu espíritu, y que al descubrirte, en el
rostro y el hermano, susurre, ya convertido:
“Señor mío y Dios mío”
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