lunes, 31 de agosto de 2015

NINGÚN PROFETA ES BIEN RECIBIDO EN SU TIERRA



Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:

"El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción.

Él me envió a llevar la Buena Noticia él los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor".

Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír».

Todos daban testimonio a favor de Él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»

Pero Él les respondió: «Sin duda ustedes me citarán el refrán: "Médico, sánate a ti mismo". Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaúm».

Después agregó: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue sanado, sino Naamán, el sirio».

Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.

Palabra del Señor

¿Qué me quieres decir, Señor?

¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?



Jesús fue a su pueblo, a Nazaret. Tuvo que ser un día emocionante para él. Va a anunciar su mensaje a sus amigos, a su familia, a los vecinos... Jesús se presenta como las palabras del profeta Isaías: El Espíritu Santo está sobre mí, me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres...



El Espíritu Santo está también sobre ti. Lo has recibido en tu bautismo y en la confirmación; lo recibes cada vez que le abres tu corazón. Y has recibido el Espíritu de Jesús para dar la buena noticia, para curar, para liberar, para liberar... Pero en muchas ocasiones no somos conscientes de la presencia del Espíritu en nuestra vida, no acabamos de creer en su fuerza...

¿Qué te dice Dios? ¿Que le dices?


Los que habían sido sus vecinos primero reaccionan con admiración, pero después comienzan a cerrarse: ¿No es éste el hijo de José? Aquel día Jesús cosechó uno de los fracasos más sonoros y dolorosos. Nos cuesta acoger la Palabra de Dios cuando el heraldo es un conocido, un amigo, un familiar...

Los nazarenos perdieron una gran oportunidad para conocer mejor a Dios, para vivir con más esperanza, con más alegría, con más sentido. Cada vez que rechazamos la Palabra de Dios, también salimos perdiendo.

¿Qué te dice Dios? ¿Qué le dices?


Vine a los míos y los míos no me recibieron.

Me hice como uno de ellos y no me conocieron.

Busqué nuevas formas de presencia: me prolongué en signos visibles, me quedé en sus templos y en sus casas, quise estar en el centro de sus encuentros, pero ellos apenas se dan cuenta.


Me encarné en el pobre y en el que sufre; quise hacerme presente en sus debilidades: curar, compartir, acompañar, servir, ser testigo firme de toda vida, aún de la más débil; pero ellos se van por otros caminos.


Me ofrecí como alimento –sabroso pan y dulce vino– pero el banquete les parece insípido y triste.

Me hice palabra buena y nueva, y ellos la amordazan con leyes y normas.

Les descubrí los manantiales de agua viva, y vuelven a las pozas y charcas contaminadas.


Tengo cada día una cosecha generosa de dones y gracias que quiero repartir, pero nadie la solicita, y me quedo con mis dones.

¡No hay dolor mayor que no poder darse a quien se quiere!


Tal vez equivoqué la estrategia.

Si me hubiera quedado en un lugar solamente, seguro que todos irían a buscarme y a pedirme.

¡Me tienen al alcance de la mano, pero ellos prefieren ir a encontrarme a oscuros y estériles rincones!


A pesar de todo, renuevo mi presencia.

Me quedo con vosotros.

Me quedo en el centro de vuestra vida.

No me busquéis lejos.

Buscadme en lo más profundo de vuestro ser, en lo más querido de vuestros anhelos, en lo más importante de vuestras tareas, en lo más cálido de vuestros encuentros, en lo más claro de vuestra historia.

Buscadme en el dolor y en la alegría, siempre en la esperanza y en la vida.

Os espero.

Amén

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