Unos fariseos y escribas de Jerusalén se acercaron
a Jesús y le dijeron: «¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de
nuestros antepasados y no se lavan las manos antes de comer?»
Jesús llamó a la multitud y le dijo: «Escuchen y comprendan, lo que
mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella».
Entonces se acercaron los discípulos y le dijeron: «¿Sabes que los
fariseos se escandalizaron al oírte hablar así?»
Él les respondió: «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial
será arrancada de raíz. Déjenlos: son ciegos que guían a otros ciegos. Pero si
un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo».
Palabra del Señor
¿Qué me quieres decir,
Señor?
¿Cómo puedo hacer
realidad este evangelio en mi vida?
Exterioridades.
Muchas veces nos dejamos guiar por ellas y las convertimos en el criterio de
nuestra actuación y de nuestro trato hacia los demás. Consideramos a una
persona como digna, le manifestamos el mayor de nuestros respetos y
consideraciones gracias a su poder económico o político. Las dignidades,
incluso dentro de la Iglesia, han elevado a muchos y los han alejado del trato
con el común de gentes.
Aquellos que viven
en la pobreza, aquellos que han sido dominados por los vicios, aquellos que no
comulgan con las propias ideas, son considerados unos parias que ni siquiera
deben ser tocados para no mancharse con su “indignidad”. Hoy el Señor nos hace
saber que no es lo externo lo que nos mancha, sino lo que sale de nuestro
interior. Y es en el interior donde vive Dios; o vive el Maligno; o vivimos
nosotros en una tremenda soledad nacida de nuestro egoísmo que nos lleva a
vivir como desequilibrados o desquiciados mentales.
Si el Señor está
con nosotros nuestras obras serán buenas, y tendremos el valor y dignidad del
mismo Dios. Pero si vive en nosotros el autor del pecado y de la muerte, por
muy grande que sea nuestro poder temporal realmente, degradada nuestra persona
humana, valdremos mucho más que menos. Entonces, en lugar de participar de la
Gloria del mismo Dios seremos arrancados y arrojados lejos de su presencia.
Abramos nuestro
corazón al Espíritu de Dios; entremos en comunión de vida con el Señor; vivamos
constantemente como hermanos, hijos del mismo Dios y Padre. Pidámosle al Señor
que sea Él quien nos purifique de todo pecado y nos ayude a producir abundantes
frutos de salvación.
Y la salvación no
nos viene por cumplir externamente la Ley, sino por dejarnos revestir de
Cristo; pues efectivamente no hay otra cosa, ni otro nombre, ni en el cielo, ni
en la tierra, ni en los abismos, que pueda salvarnos.
Por eso no podemos
quedarnos esclavos de tradiciones que, inútilmente, pensáramos nos darían la
salvación, o la curación de nuestros males. El Señor es el único que puede
salvarnos, concediéndonos el perdón y la vida eterna.
Amén
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