Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas,
le dijo: «Si quieres, puedes purificarme». Jesús, conmovido, extendió la mano y
lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». En seguida la lepra
desapareció y quedó purificado.
Jesús lo despidió,
advirtiéndole severamente: «No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al
sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que
les sirva de testimonio».
Sin embargo, apenas se fue,
empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que
Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía
quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a Él de todas partes.
Palabra del
Señor
¿Qué me quieres decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi
vida?
En tiempos de Jesús, los leprosos eran marginados
sociales que debían vivir fuera de lugares habitados y no podían acercarse a
los caminos. El contagio acarreaba también la impureza religiosa, por lo que
eran excluidos en el sentido pleno de la palabra. Pues bien, un leproso se
acercó a Jesús pidiendo su curación con gran fe y confianza: «si quieres,
puedes limpiarme». Todo es obra de Dios, nosotros debemos dejarnos hacer por su
voluntad: «quiero: queda limpio». ¿Qué sentimiento domina tu relación con Dios?
¿Se dan la confianza, la gratitud, la alabanza, el abandono o tal vez existe
aún el miedo, la superstición, la desconfianza, la incredulidad? ¿Es tu oración
un poner tu vida confiadamente en manos del Señor?
Jesús amaba también a aquel leproso y lo curó. Hoy
sigue habiendo marginados sociales: drogadictos, discapacitados, presidiarios,
mendigos, inmigrantes, etc. A veces lo mismos creyentes son/somos
ridiculizados. También nosotros podemos excluir a quienes no piensan como
nosotros, a los que vemos diferentes. Sin embargo, el amor no margina a nadie:
«ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó
Moisés». Jesús siente lástima y extiende la mano a todos, como a aquel leproso.
Cuando nosotros tendemos la mano a los demás ayudamos a que se integren mejor y
salgan de su marginación. ¿A quién podría yo tender la mano personalmente? ¿A
qué excluidos podríamos dirigir la mirada como parroquia, como comunidad de
creyentes?
De rodillas solo ante
ti, Señor de la vida.
No ante fugaces promesas
o imposibles tesoros.
No ante los dioses de
barro.
De rodillas, sin
aspavientos ni exigencias.
No hay mérito ni medalla
que garantice respuesta.
No hay contrato o
regateo para atraparte.
Es más fácil pedirte
ayuda, abrir los brazos, y murmurar, confiado, “si quieres, puedes…”
Amén
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