Jesús decía a sus discípulos:
«El Reino de Dios es como un
hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche
y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra
por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano
abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la
hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha».
También decía: «¿Con qué
podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para
representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más
pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y
llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas
que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra».
Y con muchas parábolas como
estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No
les hablaba, sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les
explicaba todo.
Palabra del
Señor
¿Qué me quieres decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en
mi vida?
Jesús
nos enseña la importancia de lo pequeño. Hay que ser fieles en lo poco. En lo
cotidiano estamos haciendo crecer la dinámica del amor que es el Reino de Dios.
Nadie conoce las buenas consecuencias de una sonrisa, de una palabra de
aliento, de un compromiso cuidado y constante. Se siembra una semilla pequeña,
pero queda ahí y crece. ¿Qué siembro yo, inconstancias y discordias o ilusión
por Jesucristo?
Tenemos la experiencia contraria: una mentira tiene repercusiones que quedan y crecen cada día sin que sepamos cómo. En cambio nos falta confianza en esta Palabra: el bien es difusivo, imparable.
Tenemos la experiencia contraria: una mentira tiene repercusiones que quedan y crecen cada día sin que sepamos cómo. En cambio nos falta confianza en esta Palabra: el bien es difusivo, imparable.
También
nosotros somos pequeños, como el grano de mostaza. Si te dejas cuidar y
provocar por Dios, si dejas que él pruebe tu amor en la fragua de su Amor,
entonces serás como un árbol frondoso en el que todos encontremos sombra,
frescura, aliento y descanso.
Señor, tengo en el cuenco de mi mano un grano de trigo
Es pequeño. Parece insignificante.
Pudo caer del remolque en un bache del camino, o perderse en el rastrojo.
Nadie habría hecho problema.
Nadie se habría enterado.
Es pequeño. Parece insignificante.
Descubierto en el suelo, es más
fácil pisarlo que admirarse, más fácil
despreciarlo que recogerlo como un pequeño tesoro.
Es pequeño. Parece insignificante.
Aquí está, en mi mano. Solo.
Sin embargo, bajo su piel tostada encierra
un secreto de vida.
En él hay espigas dormidas.
Si cada uno sembramos nuestro grano, junto
al del hermano… tendremos muchas
espigas, despertará una nueva cosecha.
Señor, ¿Y si este grano fuera el último que queda en el planeta, y yo el único responsable de cuidarlo? ¿Y si éste fuese el último grano de trigo
que yo podré sembrar? ¿Qué voy a hacer
con este grano? ¿Qué esperas de mí,
Señor? ¡Di!
¿Lo encerraré en la urna de un empolvado museo, etiquetado con su nombre científico? ¿Lo ofreceré como alimento a un pájaro o a una hormiga? ¿Lo enterraré, mientras mi corazón reza por su futuro? ¿Lo sembraré?
¿Lo encerraré en la urna de un empolvado museo, etiquetado con su nombre científico? ¿Lo ofreceré como alimento a un pájaro o a una hormiga? ¿Lo enterraré, mientras mi corazón reza por su futuro? ¿Lo sembraré?
Sí. Lo importante es sembrar.
Y confiar en la tierra que lo acoge y en Ti, Señor.
Sin que yo sepa cómo, tu fuerza
lo convertirá en una espiga.
Señor, el grano de trigo que acojo en el cuenco de mi mano es mi vida, mi amor, mi trabajo, mi alegría,
mi fe.
Señor, dame generosidad para sembrar, para sembrarme.
Dame fuerza para quitar las zarzas y las piedras, las situaciones personales pueden ahogar mi
siembra.
Dame paciencia, confianza y fe, para esperar los mejores frutos.
Amén
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