Levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que
ponían sus ofrendas en el tesoro del Templo. Vio también a una viuda de
condición muy humilde, que ponía dos pequeñas monedas de cobre, y dijo: «Les
aseguro que esta pobre viuda ha dado más que nadie. Porque todos los demás
dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia,
dio todo lo que tenía para vivir».
Palabra del Señor
¿Qué me quieres decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi
vida?
Jesús mira, mira con profundidad. No se queda en la
superficie, en las apariencias. Como dice el primer libro de Samuel 16,7:
"La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira
las apariencias, pero Dios mira el corazón".
Parece que no tenemos tiempo para mirar, para
contemplar, para descubrir el corazón de las personas. Tenemos mucha prisa y
poco amor.
Las viudas de aquel tiempo normalmente eran pobres
de solemnidad y estaban totalmente desprotegidas. Sin embargo, echó todo lo que
tenía para vivir. Los cristianos estamos llamados a compartirlo todo, a dar
incluso la vida. Pero en la realidad ¿cuánto tiempo, cuanto dinero, cuanta vida
compartimos? ¿No se nos habrá pegado demasiado el polvo de la sociedad
individualista y consumista en la que vivimos.
¿Por qué nos cuesta tanto compartir? Cada uno
conocerá sus razones particulares, pero hay dos que nos afectan a casi todos.
Por un lado, confiamos poco en Dios. Si confiáramos más en Dios, no nos
apoyaríamos tanto en las seguridades materiales. Por otro, somos poco
conscientes de todo lo que Dios ha compartido con nosotros, de todo lo que Dios
cada día nos regala. "Todo lo mío es tuyo" dice el padre de la
parábola del hijo pródigo, nos dice Dios a cada uno. Si fuéramos fuésemos más
conscientes, compartir no sería un castigo, sería una necesidad que nace de un
corazón agradecido.
Gracias, Señor, por la
gente buena y sencilla.
No te sonríen con
blancura dentífrica, desde las
páginas de una revista.
No acaparan flashes en
los eventos de moda.
No reciben premios en las
galas con más glamour ni las
multitudes corean sus nombres en
el concierto de los poderosos.
Pero no lo necesitan,
para brillar con luz propia en el
baile de la historia.
Son el hombre justo y la
viuda pobre, el profeta valiente
y la mujer perdonada.
Son el peregrino que
comparte su mesa y su palabra, y
el caminante que, en su fatiga, bromea y canta.
Son el carpintero y la
muchacha, el alfarero y la criada, el
emigrante que no pierde la esperanza.
Son la buena gente, que
en lo discreto, transforma el
duelo en danza.
Gracias, Señor, por la
gente buena y sencilla.
Hazme bueno y sencillo,
Señor.
Amén
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