Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y enseñaba los sábados. Y
todos estaban asombrados de su enseñanza, porque hablaba con autoridad.
En la sinagoga había un hombre que estaba poseído por el espíritu de un
demonio impuro; y comenzó a gritar con fuerza: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús
Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de
Dios».
Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El
demonio salió de él, arrojándolo al suelo en medio de todos, sin hacerle ningún
daño. El temor se apoderó de todos, y se decían unos a otros: «¿Qué tiene su
palabra? ¡Manda con autoridad y poder a los espíritus impuros, y ellos salen!»
Y su fama se extendía por todas partes en aquella región.
Palabra del Señor.
¿Qué me quieres decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en
mi vida?
Hay muchas clases de autoridad. Hay personas que
tienen autoridad porque saben mucho, otras porque tienen mucho poder y muchas
posibilidades para reprimir a los adversarios. La autoridad puede nacer del
poder o de la coherencia, de la autenticidad. Ésta es la autoridad de Jesús. Y
ésta debería ser nuestra autoridad.
“Señor, danos la fuerza de tu Espíritu para poder
anunciar tu Evangelio con toda la humildad de nuestra pobreza y con
la autoridad de nuestro esfuerzo por ser coherentes”
Jesús libera de todo lo que no nos deja crecer como
personas y como cristianos. Por eso su lucha se dirige directamente contra el
pecado. El pecado es nuestro peor enemigo, un enemigo que se convierte en
invencible cuando no reconocemos su peligro.
“Señor, gracias por desatarnos de las cadenas que
nos atan, por liberarnos de los espíritus que nos atemorizan. Concédenos
reconocer el mal que retuerce a nuestros hermanos y ayudarles a disfrutar la alegría de una vida libre.”
Ahora Señor, ¿Qué quieres que yo haga?
¿Qué quieres que yo no haga?
No hay comentarios:
Publicar un comentario