Jesús convocó a los Doce y les dio poder y
autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para sanar las enfermedades.
Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles:
«No lleven nada para el camino, ni bastón, ni provisiones, ni pan, ni dinero,
ni tampoco dos túnicas cada uno. Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta
el momento de partir. Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta
el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos».
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y
sanando enfermos en todas partes.
Palabra del Señor.
¿Qué me quieres decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en
mi vida?
Jesús nos llama, nos reúne, nos da poder y nos
envía a proclamar la buena noticia del Reino de Dios y a curar a los enfermos.
¿Nos sentimos llamados, reunidos, fortalecidos,
enviados?
La grandeza de Dios brilla en la pobreza de los
enviados. No necesitamos muchas cosas: la mochila llena de fe y de confianza en
quien nos envía, nos acompaña y nos espera al final del camino.
Señor, tú nos envías a proclamar el Reino de Dios, a
anunciar el amor que Dios Padre siente por nosotros, a mostrar la esperanza a
quienes la han perdido, a levantar la confianza de los que creen que ya no
tienen arreglo.
Señor, nos envías, también, a curar y a echar
demonios. Para vencer a los demonios de la injusticia, la violencia o la
mentira, no basta con palabras; no hay secretos ni formulas mágicas. A los
demonios sólo se les vence a base de amor, trabajo y entrega.
Señor, no quieres que lleve bastón, ni alforja, ni
pan, ni dinero; lo más importante no son los medios que llevamos, lo más
importante es lo que somos, es nuestra experiencia, la experiencia de sentirnos
mirados, amados y salvados por ti.
Señor, la misión no es fácil, pero es apasionante. Además,
no nos dejas solos. Tú estás con nosotros, en nosotros. Nos das poder y
autoridad para hablar y actuar. La luz de tu Espíritu nos guía y su fuerza nos
acompaña.
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