Al salir de la sinagoga, Jesús entró en la casa de
Simón. La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le pidieron que hiciera algo
por ella. Inclinándose sobre ella, Jesús increpó a la fiebre y ésta
desapareció. En seguida, ella se levantó y se puso a servirlos.
Al atardecer, todos los que tenían enfermos afectados de diversas
dolencias se los llevaron, y Él, imponiendo las manos sobre cada uno de ellos,
los sanaba. De muchos salían demonios gritando: «¡Tú eres el Hijo de Dios!»
Pero Él los increpaba y no los dejaba hablar, porque ellos sabían que era el
Mesías.
Cuando amaneció, Jesús salió y se fue a un lugar desierto. La multitud
comenzó a buscarlo y, cuando lo encontraron, querían retenerlo para que no se
alejara de ellos. Pero Él les dijo: «También a las otras ciudades debo anunciar
la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado».
Y predicaba en las sinagogas de toda la Judea.
Palabra del Señor.
¿Qué me quieres decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi
vida?
También nosotros debemos encontrarnos con
Cristo, para que remedie nuestros males no sólo físicos sino también
interiores.
Pero no sólo hemos de buscar al Señor para
recibir de Él sus dones, sino especialmente para ponernos al servicio de los
demás, libres de todo aquello que pudiera torcer nuestras intenciones de
servicio, que ha de nacer del amor fraterno y gratuito que hemos de tener a
todos; libres de todo aquello que pudiera generar divisiones entre nosotros. No
perdamos la conciencia de que la Iglesia ha sido instituida para evangelizar a
todas las naciones.
No hagamos de la Iglesia una iglesia de
grupos o de élites. Trabajemos para que el Evangelio se encarne en el corazón
de todas las personas, de tal forma que, libres de todo aquello que les oprime,
puedan convertirse en un signo claro y creíble del Evangelio mediante sus
palabras, sus obras y su vida misma.
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