Junto a la cruz de Jesús, estaba su
madre, con su hermana María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a su madre y cerca de ella al
discípulo a quien Él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Y
Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el
discípulo la recibió en su casa.
Palabra del Señor
Jesús, hoy no quiero pedirte nada, quiero
ofrecerte más bien todo lo que soy y mi humilde esfuerzo de imitar a María, que
ante el inmenso e inmerecido dolor que sufrió, supo guardar en su corazón todo
lo que no logró comprender. Con mucha fe, confianza y amor te suplico, Madre
santísima, que intercedas por mí ante tu amado Hijo.
María, acompáñame en mi camino de vida, como
lo hiciste con tu Hijo Jesús.
La Madre de Jesús ha sido colocada por el
Señor en momentos decisivos de la historia de la salvación y ha sabido
responder siempre con plena disponibilidad, fruto de una profunda relación con
Dios, madurada en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y
el domingo de la Resurrección, a ella se le confió el discípulo amado, y con él
a toda la comunidad de los discípulos. Entre la Ascensión y Pentecostés, ella
está con y en la Iglesia en oración. Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María
ejerce su maternidad hasta el final de la historia. Le encomendamos todas las
fases del paso de nuestra existencia personal y eclesial, no menos que la de
nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos
muestra que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su hijo,
podemos salir de "nuestra casa", de nosotros mismos, con coraje, para
llegar a los confines del mundo y proclamar en todas partes al Señor Jesús,
salvador del mundo.
Cuando Dios había decidido venir a la tierra
había pensado ya desde toda la eternidad en encarnarse por medio de la criatura
más bella jamás creada. Su madre habría de ser la más hermosa de entre las
hijas de esta tierra de dolor, embellecida con la altísima dignidad de su
pureza inmaculada y virginal. Y así fue. Todos conocemos la grandeza de María.
Pero María no fue obligada a recibir al Hijo
del Altísimo. Ella quiso libremente cooperar. Y sabía, además, que el precio
del amor habría de ser muy caro. “Una espada de dolor atravesará tu alma” le
profetizó el viejo Simeón. Pero, ¡cómo no dejar que el Verbo de Dios se
entrañara en ella! Lo concibió, lo portó en su vientre, lo dio a luz en un
pobre pesebre, lo cargó en sus brazos de huida a Egipto, lo educó con esmero en
Nazaret, lo vio partir con lágrimas en los ojos a los 33 años, lo siguió
silenciosa, como fue su vida, en su predicación apostólica...
Lo seguiría incondicionalmente. No se había
arrepentido de haber dicho al ángel en la Anunciación: "Hágase". A
pesar de los sufrimientos que habría de padecer. ¡Pero si el amor es donación
total al amado! Ahora allí, fiel como siempre, a los pies de la cruz, dejaba
que la espada de dolor le desencarnara el corazón tan sensible, tan puro de
ella, su madre. A Jesús debieron estremecérsele todas las entrañas de ver a su
Purísima Madre, tan delicada como la más bella rosa, con sus ojos desencajados
de dolor. Los dos más inocentes de esta tierra. Aquella única inocente, a la
que no cargaba sus pecados. La Virgen de los Dolores. La Corredentora.
Ella nos enseña la gallardía con que el
cristiano debe sobrellevar el dolor. El dolor es el precio del amor a los
demás. No es el castigo de un Dios que se regocija en hacer sufrir a sus
criaturas, es el momento en que podemos ofrecer ese dolor por el bien
espiritual de los demás, es la experiencia de la corredención, como María. Ella
miró la cruz y a su Hijo y ofreció su dolor por todos nosotros.
¿No podríamos hacer también lo mismo cuando
sufrimos? Mirar la cruz. Salvar almas. La diferencia con Nuestra Madre es que
en esa cruz el sufrir de nuestra vida está cargado en las carnes del Hijo de
Dios. Él sufrió por nuestros pecados. Él nos redimió sufriendo. Ella
simplemente miró y ayudó a su Hijo a redimirnos.
Rezar el saludo a la Virgen (Ángelus),
preferentemente en familia, o una oración dedicada a Ella, para acompañarla en
su dolor.
Jesús, mi gran anhelo es tener muy cerca de
mí a María, mi dulce Madre del cielo. Señor, gracias por este maravilloso don.
En María tengo el mejor ejemplo del seguimiento fiel, amoroso y sacrificado que
debo vivir.
Amén
No hay comentarios:
Publicar un comentario