Cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus
discípulos de una gran multitud, el hijo de Timeo Bartimeo, un mendigo ciego
estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno,
se puso a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!» Muchos lo
reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David,
ten piedad de mí!»
Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo».
Entonces llamaron al ciego y le dijeron: «¡Ánimo, levántate! Él te
llama».
Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia
Él. Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?»
Él le respondió: «Maestro, que yo pueda ver».
Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». En seguida comenzó a ver y
lo siguió por el camino.
Palabra del Señor
¿Qué
me quieres decir, Señor?
¿Cómo
puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?
"Jesús, ten compasión de mi". Son las
palabras del ciego, las palabras de los leprosos... las nuestras. Con esta
sencilla oración reconocemos nuestras pobrezas personales y sociales, y no
pedimos nada concreto a Jesús. Rezar "Ten compasión de mi" es decir
"Dame lo que tú quieras, tú lo puedes todo, tú sabes mejor que yo lo que
necesito". Podemos orar haciendo nuestros los sentimientos y palabras del
ciego Bartimeo.
¿Cuáles son nuestras cegueras? ¿Está bien nuestra
mirada? ¿Cómo miramos a Dios, como Padre? ¿Vemos en las personas hermanas y
hermanos nuestros? ¿Qué vemos en el dinero y en las cosas? Pedimos a Dios luz
para descubrir y reconocer nuestras cegueras personas, familiares, sociales.
A veces creemos que nuestras cegueras, nuestras
pobrezas son solamente un estorbo, una desgracia. Y tenemos la sensación de que
reconocer nuestra miseria nos hunde, nos anula. Más bien al contrario. Si no
somos conscientes de nuestra debilidad ¿cómo vamos a comprender y perdonar la
debilidad de los otros? Si no reconocemos que a veces no tenemos nada bueno que
ofrecer a Dios ¿cómo vamos a experimentar que Él nos quiere gratuitamente? El que se
humilla, será enaltecido, dice Jesús.
Aquí estoy, Señor, como
el ciego al borde del camino cansado, triste, aburrido, sudoroso y polvoriento, sin claridad y sin
horizonte; mendigo por necesidad y oficio.
Aquí estoy, Señor, en mi sitio de siempre pidiendo limosna, sintiendo que se me escapa la vida, el tiempo y los sueños de la infancia; pero me queda la voz y la palabra.
Pasas a mi lado y no te veo.
Aquí estoy, Señor, en mi sitio de siempre pidiendo limosna, sintiendo que se me escapa la vida, el tiempo y los sueños de la infancia; pero me queda la voz y la palabra.
Pasas a mi lado y no te veo.
Tengo los ojos cerrados a
la luz. Costumbre, dolor, desaliento...
Sobre ellos han crecido
duras escamas que me impiden verte.
Pero al sentir tus pasos,
al oír tu voz inconfundible, todo mi ser se estremece como si un manantial
brotara dentro de mí.
Te busco, te deseo, te
necesito para atravesar las calles de la vida y andar por los caminos del mundo
sin perderme.
¡Ah, qué pregunta la
tuya! ¿Qué desea un ciego sino ver? ¡Que vea, Señor!
Que vea, Señor, tus sendas. Que vea, Señor, los caminos de la vida.
Que vea, Señor, tus sendas. Que vea, Señor, los caminos de la vida.
Que vea, Señor, ante
todo, tu rostro, tus ojos, tu corazón.
Amén
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