Jesús atravesaba la Galilea junto con sus
discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El
Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres
días después de su muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto
y temían hacerle preguntas.
Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en
la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque
habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo:
«El que quiere ser el primero debe hacerse el último de todos y el servidor de
todos».
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de
ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi
Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe no es a mí al que recibe sino a
Aquél que me ha enviado».
Palabra del Señor
¿Qué me quieres decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi
vida?
Como a los discípulos del Evangelio, a nosotros,
discípulos de hoy, Jesús nos instruye sobre el misterio de su presencia en
nuestro mundo, el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección.
Discípulo significa seguidor, aprendiz; pero en el
Evangelio a menudo los discípulos no entienden nada, y hoy, además tienen miedo
a preguntar, les falta una fe sólida, necesitan profundizar más.
No es Jesús el que aleja a los discípulos de la
realidad, son ellos los que miran hacia otro lado, los que se preocupan por
quien es el más importante. Frente al orgullo y al afán de poder, Jesús nos
llama al servicio y nos invita a ser acogedores.
¿Experimento cada día que soy importante, en la
medida que soy más servicial?
¿Descubro la presencia de Dios en los que se acercan
a mí, sobre todo en los más indefensos, necesitados y desvalidos? ¿Acojo a los
demás como si acogiera al Padre?
Para
salir de uno mismo y andar por la vida, para dejar lo ya conocido y pasar por
Samaría, para conjugar tolerancia y
radicalidad a lo largo del camino,
para crear espacios evangélicos y entrar en
tu reino...
Dame
mirada corta, de orfebre, que descubra, aprecie y ame
lo más diminuto y escondido, y una mirada
larga, de centinela, para ver el horizonte que me
espera
más allá de las montañas y la niebla.
más allá de las montañas y la niebla.
Y esto,
Señor, dámelo cada jornada para poder gozar y recrear
lo que tu Espíritu siembra con mimo en los espacios que piso y sueño en este tiempo tan convulso y yermo y con las utopías por el suelo.
Amén
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