Un hombre se acercó a Jesús y, cayendo de rodillas, le dijo: «Señor, ten
piedad de mi hijo, que es epiléptico y está muy mal: frecuentemente cae en el
fuego y también en el agua. Yo lo llevé a tus discípulos, pero no lo pudieron
sanar».
Jesús
respondió: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con ustedes?
¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganmelo aquí». Jesús increpó al
demonio, y éste salió del niño, que desde aquel momento, quedó sano.
Los discípulos se acercaron entonces a Jesús y le preguntaron en
privado: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?»
«Porque ustedes tienen poca fe, les dijo. Les aseguro que si tuvieran fe
del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: "Trasládate de
aquí a allá", y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para
ustedes».
Palabra del Señor.
¿Qué me quieres
decir, Señor?
¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi
vida?
Fe, fe transformante, fe que nos identifica
con Cristo, fe que nos lleva a hacer nuestra la misma Misión de Cristo.
Mientras no tengamos esa fe será imposible darle un nuevo rumbo a nuestra
historia desde nuestras simples elucubraciones personales, o desde los puros
criterios humanos, o desde nuestra ciencia y técnica humanas.
Tal vez luchemos y concibamos planes demasiado
bien estructurados, pero al final, si no es el Señor el que realice su Obra de
salvación, sólo daremos a luz el viento y no hijos, pues no somos nosotros sino
Cristo el que murió por nosotros.
Tener fe no es sólo creer que sucederán las
cosas que decimos; creer es dejarnos transformar en Cristo para que nuestras
palabras sean capaces de mover cualquier obstáculo, cualquier montaña que nos
impida alcanzar la Vida eterna.
Si nuestra fe nos ha unido al Señor entonces
nada nos será imposible, pues Dios mismo vivirá en nosotros y por medio nuestro
hará que su amor salvador llegue a la humanidad entera.
En la Eucaristía celebramos nuestra fe en
Cristo. En ella volvemos a aceptar el compromiso de darle un nuevo rumbo a
nuestra historia. En ella recibimos la misma vida de Dios y su Espíritu para
que vayamos y trabajemos por el Reino de Dios, iniciándolo ya desde ahora entre
nosotros.
Nosotros no somos cualquier cosa en las manos
de Dios. Ante Él tenemos el valor de la Sangre derramada por su propio Hijo.
Hasta allá ha llegado el amor que nos tiene. Y hoy venimos como hijos suyos,
reconociéndonos pecadores en su presencia, pero con el corazón contrito y
humillado; venimos para ser perdonados y para recibir nuevamente su Gracia para
no sólo llamarnos hijos suyos, sino para serlo en verdad.
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