La fama de Jesús llegó a oídos del tetrarca
Herodes, y él dijo a sus allegados: «Éste es Juan el Bautista; ha resucitado de
entre los muertos, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos».
Herodes, en efecto, había hecho arrestar, encadenar y encarcelar a Juan,
a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, porque Juan le decía: «No
te es lícito tenerla». Herodes quería matarlo, pero tenía miedo del pueblo, que
consideraba a Juan un profeta.
El día en que Herodes festejaba su cumpleaños, su hija, también llamada
Herodías, bailó en público, y le agradó tanto a Herodes que prometió bajo
juramento darle lo que pidiera.
Instigada por su madre, ella dijo: «Tráeme aquí sobre una bandeja la cabeza
de Juan el Bautista».
El rey se entristeció, pero a causa de su juramento y por los
convidados, ordenó que se la dieran y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Su
cabeza fue llevada sobre una bandeja y entregada a la joven, y ésta la presentó
a su madre. Los discípulos de Juan recogieron el cadáver, lo sepultaron y
después fueron a informar a Jesús.
¿Qué
me quieres decir, Señor?
¿Cómo
puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?
Frente al “cada uno que haga lo que quiera”, Juan
Bautista denuncia el pecado: Herodes estaba conviviendo con Herodías, esposa de
su hermano Felipe. Y el profeta no se calla, aunque sea peligroso para él. Un
pecado grave no sólo hace daño a los que lo cometen, perjudica a toda la
comunidad.
¿Qué te dice Dios? ¿Qué le dices?
Herodías tenía a Juan entre ceja y ceja.
Aprovecharía cualquier ocasión para acabar con él. ¿No hacemos a veces nosotros
cosas semejantes? Si alguien nos dice algo que nos sienta mal, aunque sea
verdad, nos duele y a veces esperamos la ocasión para vengarnos.
Herodes jura un despropósito y después no es capaz
de rectificar, por miedo a quedar mal. ¡Cuantas veces somos esclavos de
nuestros errores!
Pedimos perdón y fuerza para superarnos.
Damos gracias por saber perdonar y rectificar.
Señor, enséñanos a encajar la cruz de cada día; la
cruz que exige el amor a los que más sufren y a todas las personas; la cruz que
conlleva la lucha por la verdad, por la justicia, por la paz; la cruz que nos
viene cuando somos fieles a Ti y a tu Evangelio.
Estas cruces nos resultan pesadas, Señor, pero
sufrimos más cuando nos encerramos en nosotros mismos, cuando somos testarudos,
egoístas y nos dejamos llevar por la envidia o el rencor.
Señor, danos sabiduría para tener siempre presente
que la cruz por amor merece la pena, nos hace más humanos, nos acerca a Ti y da
vida a cuantos nos rodean. En cambio, el sufrimiento que nos trae el pecado es
más grande y enteramente inútil.
Señor, enséñame a sufrir como tú y contigo.
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